Si, envidio a los faltos de corazón, a los que no sienten, no viven. A los asintomáticos, los ignorantes, los que burlan los sentimientos, los que carecen de toda palpitación que trasciende. Envidia de la buena, pero envidia de todas maneras.
Porque poseer un corazón es humano, pero utilizarlo es de valientes. Confusión entre cordura y locura. Sentir, vivenciar. Es un martirio del alma, pero una bendición de Dios. Vaya contradicción.
Envidia de la buena a los que no formulan preguntas, los que no autocuestionan, los que evaden toda responsabilidad existencial, los drogadictos que se anestesian ante la vivencia con vulgares diversiones. Dichosos.
Porque la pena de cargar un corazón es esa mezcla fatídica entre dolor y placer. Algunas veces se gana, la mayoría duele. Envidia de la buena, a los ciegos emocionales, los que solo caminan, pero no guían, ni se guían. Los que solo respiran, pero son zombies malolientes. A ellos, mi complacencia y mi respeto. Porque dirigir es de valientes. No requiere fuerza humana, pero requiere dirección divina. Y esa pesa. Duele. Quema. Carcome. Porque lo divino es segregación de lo mundano.
Sana envidia a todos los que solo respiran, pero no viven. Porque ellos ya no sienten. Los que se mutilaron el corazón con ideas vacías. Dichosos. Porque el alma se tasa debido al corazón, y el dolor crece en la medida que tu corazón crece. Los envidio. Con buenas intenciones, pero los envidio. Porque el corazón todo lo complica. Es un canje entre ser y doler. En ese mismo renglón se lee dolor y bendición.
Pero te envidio asintomático, porque no sientes. Ya moriste en la paz del olvido. Los que sí vivenciamos, valientes sean tus pies para seguir a pesar de todo sentimiento.